Los años suelen afincar el convencimiento de que la razón es mejor compañera de viaje que las emociones en ese tramo postrero cargado muchísimo más de pasado que de futuro, y un presente con mengua de enigmas. La duda cartesiana se impone y llegamos a creernos la inexistencia de la sorpresa porque, pagados de nosotros mismos, confiamos en que nuestros ojos lo han visto ya todo. O casi todo.
Así, una fuerte dosis de cinismo aísla de la doblez cotidiana. La teatralidad surte efecto si se origina en el proscenio. En el día a día, prevalece la experiencia que enseña a distinguir al cojo sentado y reconocer al tuerto aunque sus párpados soñolientos lo enmascaren.
Cada 27 de febrero aviva la impostura patriótica y las expresiones y adhesiones al ideal independentista asumen formas variadas, la mayoría huecas, desprovistas de substancia y significado. La Independencia es más que una fecha, más que una excusa para exhibir los colores de la bandera. Abstracción de la turbiedad y motivaciones de algunos de los protagonistas de aquel día del 1844, la separación per se presta poco a la inspiración. La trascendencia proviene de la inflexión en el proceso de formación de la nacionalidad y del colectivo que la asume, librado este del constreñimiento impuesto por fuerzas sociales que en lo adelante serían completamente foráneas.
Planteado así, surge una dicotomía resuelta solo con la ruptura. Lo dominicano germinaba pese al control haitiano, presente en una cultura en ciernes que arrastraba el sello histórico del encuentro de dos mundos, la dejadez manifiesta de la metrópolis, las condiciones materiales y los aportes de la mano de obra esclava. Pasó a ser dominante cuando las normas, conductas y costumbres del vecino quedaron al otro lado de la frontera —lentamente, cierto—, luego del episodio en la Puerta de la Misericordia. Imposible que ambas culturas convivieran en igualdad de condiciones en el entorno político del siglo XIX y las circunstancias prevalecientes hace 175 años. Si tomamos como ejemplo lo que ocurría en el resto de las Américas, llegamos a la independencia con retraso. Fuimos dominicanos inmediatamente después de ser haitianos, no españoles o peninsulares.
En lugar de la Independencia, prefiero celebrar la dominicanidad con todo su equipaje de valores, historia, características y especificidades. He aquí donde la razón y las emociones se avienen en un concilio de paradojas. Porque a las tantas tachas, taras y desencuentros que lastran a estos tres cuartos de la isla de La Española que llamamos patria, se opone un orgullo más fuerte que la argumentación incontrovertible. Tanto como adscripción a un colectivo de cultura y convenciones definidas, ser dominicano es un sentimiento, un aliento que se lleva siempre dentro a pesar de la distancia y de la desesperanza que provocan una realidad, lacerante demasiadas veces, y la herrumbre que se ha apoderado de muchos ideales.
Ese sentimiento, que sobrepasa el cinismo costroso que las tantísimas vueltas de calendario han curtido, contagia e ilusiona. Fortalece la idea de pertenencia y nos asocia al colectivo que, sin importar las apariencias, cambia con cada instante histórico, se transforma al compás de una dialéctica inexorable. Soy dominicano muta en mantra que nos devuelve a los orígenes y a la inocencia social.
Concedo méritos a las campañas que refuerzan las emociones sanas que manan de la celebración de la dominicanidad, que exaltan lo que somos y de manera sutil sugieren también lo que deberíamos ser. Recobran valores que circulaban sin aprecio. Ofrecen oportunidades para el reencuentro con lo nuestro; para la recuperación de la convivencia en cotas más elevadas de solidaridad e identificación en la humanidad que compartimos en nuestro trozo de tierra caribeña.
Importa poco que intervengan fines comerciales, porque también podrían cumplirse con igual o mayor eficacia por vía de otros medios publicitarios. De ahí que me sitúe en la primera línea de quienes aprecian la estrategia nacionalista (en el sentido noble del término, incluyente por demás) del CCN. Orgullo de mi tierra, la campaña, ha alcanzado niveles nunca vistos de penetración y el arreglo de Covi Quintana, Soy dominicana, se ha vuelto viral. Ha sido el tema de este 175 aniversario y anudado las gargantas de cuantos dominicanos, ya millones, lo escuchan una y otra vez.
Las letras son un catálogo de motivos para inflar el ego nacional, y la compañía de figuras señeras del arte musical nuestro añade atractivo al vídeo que se desplaza veloz por las redes sociales. Curioso, la composición nació hace un par de años, mas es el impulso del CCN que le ha dado la relevancia que siempre debió tener.
La incorporación de aspectos definitorios de la cultura nacional a la publicidad tiene poco de novedad. Sin embargo, en el caso del CCN hay aspectos sobresalientes y que, a quienes representamos al país en el exterior, nos sirven de mucho. Orgullo de mi tierra es una faceta de un propósito que lleva ya años, ¿desde el 2003?, y que va más allá de lo meramente comercial o el afán mercantilista. Hay una continuidad que imprime una huella aleccionadora.
Menos popular que Soy dominicana y la genial Covi Quintana, Arte de Café de Casa Cuesta, parte del grupo CCN, es un aporte que cada año aguardo con fruición. Consiste en una colección de vajillas que recogen motivos nacionales, ya sea trazos criollos como aquel tributo y homenaje a nuestras frutas, o las obras de nuestra constelación de artistas del pincel. La calidad del material empleado se da por descontada. Impacta el colorido de motivos que desvelan nuestra verdad tropical, aneja esa luminosidad que en sus retablos atrapan con tanto éxito nuestros cultores de la plástica.
Servía de anfitrión a un grupo de colegas caribeños, empeñado en disipar prejuicios y estrechar lazos que deberían ser más sólidos. La geografía nos apretuja en el archipiélago por donde los europeos orientaron los primeros pasos hacia este mundo de encantos y riquezas inigualables. En la mesa, a la vista de cada comensal y como adelanto de otro puntal de nuestra cultura, la gastronomía, los platos de Arte de Café donde se reproducen los cuadros de Virgilio Méndez en los que celebra el mestizaje, corriente que inauguró con su premiada Yelidá, en 1971.
Mentiría si dijese que había intencionalidad en aquel despliegue exquisito de lo que somos y muchos apreciamos: un compendio de razas que nos enriquece al proveernos una diversidad que, a su vez, viene con la historia. Esos cuadros de Virgilio Méndez que Casa Cuesta ha colgado en su colección de vajillas son, como lo describió la empresa en su lanzamiento, “un canto visual al mestizaje” que se corresponde con el “despertar de la conciencia de la negritud”. En esencia, confirman nuestros rasgos raciales y desmienten a quienes nos echan en cara el desconocimiento de la impronta africana.
La pregunta fue espontánea y contenía una respuesta por la expresión que la acompañaba. “¿Esos platos y el resto de la vajilla son dominicanos?” Por supuesto, y a seguidas la explicación de quién era Virgilio Méndez, de donde venía y cómo su arte encaja perfectamente en la definición del dominicano. Como colofón, las adiciones de mi compañera sobre la colección de Casa Cuesta y su aparición cada año. La Navidad, nota en tradiciones comunes, era precisamente lo que festejábamos todos los caribeños, compañeros de mesa y de una misma historia.
En ese instante, probé una vez más cuán dulce y apasionado es el orgullo de ser dominicano.