Atinaba como casi siempre el genio irlandés de las letras y Nobel de Literatura George Bernard Shaw cuando sentenció que el amor más sincero lo sentimos por la comida. A tono, hace apenas días del reparto anual de estrellas de la guía Michelin, esas codiciadas calificaciones que encumbran o remiten a los infiernos dantescos a los grandes chefs.
Desde que el fuego fue descubierto centenares de miles de años ha, solo los humanos cocemos los alimentos, un proceso que nos deja con una valoración diferente. En esos trajines, solo los humanos trascendemos la biología al satisfacer requerimientos ajenos a la mera nutrición. Amor y cocina armonizan, aunque el primero alimente exclusivamente el espíritu y la segunda, cuerpo y alma si es convertida en arte por manos prodigiosas que saben arrancarles los secretos sensoriales más recónditos a ingredientes básicos de la naturaleza.
La gastronomía, humana es; y su aprovechamiento requiere buena disposición, apertura mental y, sobre todo, sensibilidad. Las mismas condiciones que para disfrutar un buen cuadro, una ópera, los Lieder de Richard Strauss, un paisaje excepcional e incorporar a nuestro inventario de experiencias las derivaciones del encuentro con otras culturas, del apercibimiento de la riqueza implícita y explícita en otras civilizaciones.
La buena mesa es, cada vez más, un componente inseparable del acervo de los pueblos. Ha encontrado colocación efectiva en el turismo de todas las épocas, con acento especial en estos tiempos en que las distancias se han achicado. Ni siquiera Aníbal, el otro, el genio militar que inventó el movimiento envolvente en la táctica bélica que todavía se enseña en las academias militares, pudo resistirse a las delicias de Capua, donde el dolce far niente le robó el tiempo y la dinámica guerrera para el golpe final a Roma.
Sorpresas pocas, al menos en España con la nueva edición que se suma a 109 anteriores. Más de un siglo a la búsqueda de talentos, reconfirmación de los ya existentes y de proporcionar indicios ciertos de por dónde se orienta la excelencia en la mesa. Apetitos diversos habrá, porque la directora comercial de Michelin España informa de que el 15% de los 100 millones de turistas que visitan cada año ese país y Portugal lo hacen motivados por la gastronomía.
Ya lo escribí hace unos años, cuando contabilizaba en pocas líneas la tanta riqueza en este pedazo de isla en el que con aciertos y desaciertos servimos de anfitrión a los extranjeros. Falta, sin embargo, señalaba en ese entonces, colorear con tonos caribeños encendidos ese otro sello distintivo, el incentivo que ha convertido en referencia obligada a países desarrollados y a otros aún con ingresos mediocres por cabeza. Hablamos de la redención de la cocina criolla en el altar de la creatividad gastronómica. Tenemos los productos, pero nos faltan más ingredientes primordiales: sacerdotes oficiantes mutados en artistas de los fogones, en chefs que conviertan en memorable una visita al lugar donde se asentaron los primeros europeos en las Indias.
La escasez es relativa, para evitar los extremos. Hay ya cultores exigentes del arte culinario, pero ausentes aún están los incentivos, ese aprecio que en otras latitudes acuerdan a los que, en la sentencia de Shaw, encontramos amor sincero en los tragos y bocados.
Teníamos a María Marte, entronizada en el Club Allard y todo un portento. Mas, se devolvió de una carrera que era ya brillante y premiada con dos estrellas Michelin. Su cocina eludía el apellido de dominicana, aunque en la oferta culinaria que salía de sus fogones había asomos claros de sus orígenes. Un toque caribeño realzaba la fragancia y estética de platos diseñados para hacernos sentir como dioses o mortales privilegiados con el acceso a las creaciones de esa cibaeña humilde, en la cima del arte culinario español gracias al esfuerzo propio y un talento natural que desborda cualquier hipérbole.
De dos estrellas, el Club Allard ahora solo tiene méritos para una. De distinguirse en un listado sacrosanto de 36 miembros, ahora es un nombre más de 194. Que la verdad sea dicha: marcha aún en una compañía muy selecta a juzgar por la montaña de restaurantes que se eleva en la geografía ibérica.
Coincidencia feliz, hollo Barcelona en esos días de ansiedad para los maestros de los fogones y me entero de que Àngle ha recibido su segunda estrella. Afortunadamente tienen disponibilidad al despuntar la tarde y me invade la curiosidad —hambre también— de confiar a la experiencia propia la decisión de esos dioses invisibles que reparten estrellas.
Por algo los astros están en el cielo, porque allí conducen las creaciones de un joven artista del buen gusto y acepto al primer bocado la verdad que pregonan: “Àngle es un gran restaurante para todos los días. La oferta gastronómica que el chef Jordi Cruz diseña para este espacio, utiliza productos de mercado con una excelente relación calidad precio. De este modo, puede ofrecer exquisitos menús degustación a precios muy razonables. Los platos creados exclusivamente para Àngle, mezclan tradición con modernidad. Una cocina pensada para gustar y hacer disfrutar plenamente a todos nuestros comensales de una experiencia gastronómica completa”.
Imagino que chefs como Cruz son animales de galaxia que abrevan en una fuente especial de la que mana inspiración y creatividad a chorros. Los primeros pasos en aquel mundo de sabores, texturas y sorpresas que tientan el apetito, se inicia en una suerte de sala que no es de espera, más bien antesala a un mundo nuevo. Bocadillos del mar, aire y tierra abren el portal: navajas con bizcocho de tomate, algas y salicornia y una nube de algodón que cuando sube a la boca metamorfosea en una explosión líquida al estilo de un mojito. De la tierra, un consomé de boletus. Esos entrantes se toman de pie, acomodados en un bar al que atiende un cocinero que hace magia con los productos. Literalmente, porque las hojas de menta pasan por nitrógeno líquido (temperatura -195.8C), se congelan instantáneamente y el Houdini las pulveriza y agrega al algodón de azúcar.
Con los jugos gástricos en caída libre, se sube al comedor y allí continúa la letanía celestial, un llamado menú corto: brasa de pulpo con ajo negro, romesco y alioli; niguiri de piel de atún asada con salsa de anguila; buñuelo de ibéricos con consomé de jamón al Oloroso; salmonete a la brasa con texturas de col y kimchi; arroz de “cap i pota” de ternera con ostras; sobre una pincelada de boniato asado, royal de pato, maíz y foie gras con mole poblano; coco helado, sorbete de piña y bizcochito de cacahuete; merengues de frambuesa con remolacha, yogurt y lima kaffir. Finalmente, petit fours. Con el arroz viene un recuerdo de los días felices de María Marte en el Club Allard: la pequeña hoja que al mordisquearla sabe a ostras. Mertensia marítima es el nombre científico. En Dinamarca la catalogan entre las plantas protegidas.
Me doy por satisfecho y anticipo que el bolsillo recibirá sin protestas la cuenta final cuando me enfrento a los trampantojos: el coco asemeja un huevo de avestruz en su nido; y cuando se desenrosca el lápiz labial que acompaña al merengue, brota el sorbete de remolacha y frambuesa. Como para pintar de mil sabores labios que ya han probado el paraíso.
La juventud es una enfermedad que se cura con los años, también decía el gran George Bernard Shaw. Como parte de esa cura, quiero pensar que apuré ya sin temor a recidiva todos los platos sosos, impertinencias culinarias como las salsas en base a sopitas, amén de esos vinos torpes que entumecen el paladar y al día siguiente te dejan más arrepentido que el epílogo de una visita al confesionario.