Es tiempo de balances y recuentos de fin de año. Uno de los temas, por su trascendencia y sus repercusiones en sectores económicos y sociales muy diferentes, ha sido la campaña contra el turismo.
Unos meses después todavía el sector se resiente y sorprende la escasa, dubitativa y retrasada reacción de los estamentos oficiales ante la crisis que desde el principio se preveía grave. Era difícil demostrar que era una campaña orquestada aunque lo pareciera y un cúmulo de coincidencias en el tiempo, incluido un atentado a David Ortiz (todavía lo parece…) vino a complicarlo todo.
El Ministerio de Turismo permaneció mudo y cuando habló lo hizo desganadamente. Eso es lo que aún ahora, revisitando la hemeroteca y haciendo balance de 2019, no se termina de entender. Parecía que el tema no era de su incumbencia. Se buscaban reacciones desde la prensa y las respuestas eran insólitas: se está estudiando. Se va a hablar. El ministro va a una feria. Hay una agencia de publicidad en Miami preparando la campaña. Estamos en eso.
Bajan los turistas y suben las inversiones. Es una buena paradoja, significa que las grandes compañías hoteleras saben que este es un bache pasajero y que el país sigue siendo un extraordinario destino turístico. Que no es un mercado maduro, que puede y debe crecer.
Los diez millones, esa meta que deberá impulsar el empleo, el comercio, la agricultura, las infraestructuras, la artesanía… sigue siendo la meta y sigue demandando unas sinergias bastante complejas.
El turismo crece empujado por el sector privado pero hay ejes transversales de los que el sector público debe responsabilizarse: seguridad para todos, seguridad jurídica y transparencia para invertir. Normas ambientales claras, estrictas y exigidas. Planes de desarrollo urbanístico. Agua y saneamiento.
(Un plan de manejo de crisis serio tampoco sobra.)