Por Rosalinda Alfau Ascuasiati
Viajar está de moda. Las condiciones no cuentan sino marcharse, y cuanto más lejos, ¡mejor!
A la hora de desplazarse, cerca o acullá, el viajante escoge entre ir por tierra, por agua o por aire: ¿carro o tren?, ¿barco?, ¿avión? Si viaja entre continentes, solo tiene las dos últimas opciones. Si es amante del ambiente marino y no lleva premura, la primera le conviene y navegará en paquebote; pero si quiere llegar rápido, como es lo frecuente, preferirá volar en aeroplano.
Efectivamente, quien desea recorrer distancias, largas o no tan distantes, en el menor tiempo posible, prefiere la vía aérea. Pero el viaje en una aeronave supone sufrir molestias, propias a ese medio de locomoción y, otras, de índole distinta y aparición reciente.
Las primeras consisten en mareos, claustrofobia, hinchazón, falta de oxígeno, desarreglo del reloj biológico, riesgo de accidente. Las segundas son, primero, la mala calidad de las prestaciones que el pasajero tiene a bordo y, segundo, las revisiones de su equipaje y de su propia persona, antes de embarcar.
En cuanto a lo primero, hoy, el viajero tiene que contentarse con estrechas butacas, y comer y beber, poco o nada. Anteriormente, cualquiera disfrutaba de asientos cómodos y espaciosos, bebía y comía bien; ahora son servicios de que solo dispone en primera y en clase de negocios.Con respecto a lo segundo, estas molestias se deben esencialmente a medidas de seguridad, motivadas por la amenaza del terrorismo aéreo. En la actualidad, resulta corriente, que al registrarse o pasar migración, haya que deshacerse de un objeto querido, botar su perfume preferido, o echar al basurero el refresco pagado a alto costo en el aeropuerto. A veces, debe ejecutarse ante la cara hosca de un agente que no transige y señala al viajero como vil insurrecto. En cada tránsito, el mismo jaleo: desenfundar su “laptop”, quitarse los zapatos, el cinturón…En definitiva, nada, ni siquiera el peligro tan serio como es el riesgo terrorista en las aeronaves, modifica, al parecer, el apego del individuo por desplazarse, sea lejos, sea cerca, por avión. Sube al aparato y, contento de irse, prefiere no pensar, que entre los pasajeros pueda haber alguno que, en un pestañar, lo lleve a él y a todos, derecho al más allá.