La plaza principal, completamente desierta y con sus locales cerrados, es la imagen de la catástrofe económica que genera la Covid-19. Antes podía acoger hasta 30.000 personas en alguna de sus fiestas populares y en cualquier fin de semana, unas 6.000 almas recorrían el corazón del precioso pueblo colonial, uno de los más bonitos de Colombia, patrimonio nacional desde 1954.
Situado a sólo tres horas de distancia de Bogotá por una buena carretera y con un clima primaveral todo el año, Villa de Leyva, en el departamento de Boyacá, se había convertido en destino favorito de los capitalinos y, también, de turistas extranjeros.
Ahora son las palomas, que pasaron de unos 80 ejemplares a más de 300, las únicas que disfrutan el enorme espacio empedrado de 14.200 metros cuadrados. Parroquia, cafés, restaurantes, tiendas de artesanías, todo tiene el cerrojo echado.
«Antes de la pandemia había 1.650 establecimientos, de ellos, más de 200 son de alojamiento. Y eran 140 los restaurantes en las siete manzanas del centro histórico», recuenta el alcalde, José Javier Castellanos. «Ahora están cerrados en un 90%. Hay un paro total del turismo».
Lo peor para la localidad de 18.500 habitantes, no son tanto las cuarentenas ni los toques de queda ocasionales que imponen los gobiernos nacional y local. Tampoco la prohibición que rige en todo el país de no traspasar los límites municipales salvo para las actividades excepcionales como transporte de alimentos, que decretó el presidente Iván Duque. El problema radica en que cada día son más los establecimientos comerciales que no volverán a abrir las puertas cuando todo termine.
«Más de 150 han entregado y desocupado sus locales», agrega Castellanos en tono sombrío. «En el Centro Comercial Casa Quintero, la mitad ya ha entregado sus locales. Las artesanías sobre la calle Caliente, todos entregados. Recogieron sus cosas y las metieron en bodegas. Estamos muy preocupados. Da tristeza pensar que en un puente festivo recibíamos 12.000-15.000 turistas.»
Indica que son legión los vecinos angustiados por los créditos que no pueden honrar, por el empeño de mantener las nóminas, algo que ya casi ninguno ha podido seguir asumiendo. Van 3.500 despidos.
«CASI NADIE TIENE INGRESOS»
«Yo hablaría de un retroceso de 20 años», sentencia Claudia Rico, representante de los empresarios de Villa de Leyva y ella misma propietaria, junto a su familia, de dos restaurantes que ya no seguirán. Optaron por no reabrirlos y pensar en algo diferente más adelante. «Muchas personas ya no tienen para pagar los gastos de su negocio. En un 95% vivimos del turismo y casi el 60% de los restaurantes y tiendas no ha conseguido un acuerdo con sus arrendadores. Y hay que mirar la otra parte, algunas son personas jubiladas que viven solo de los arriendos».
No considera posible la opción de reconvertir los restaurantes en servicio a domicilio. «No es posible en una localidad tan pequeña y con escaso poder adquisitivo. Casi nadie tiene ingresos», anota Rico.
Teme una desbandada puesto que un buen número de comerciantes son familias que llegaron de otras partes de Colombia y viven alquilados. No sabe cómo harán para navegar una crisis tan honda que también ha golpeado a la parroquia.
«Tuvimos que suspender en marzo 18 bodas», señala el padre Yelmer La Rotta. La población se había convertido en un enclave favorito para las uniones matrimoniales, otra actividad económica que quedó en la estacada. Unos novios optaron por aplazarlo para el próximo año, pero otros no marcaron nueva fecha.
La Hospedería Duruelo, con tres restaurantes, piscina, solía ser uno de los escenarios preferidos de bodas y convenciones. Un poco retirado y el más grande de la localidad, pertenece a la congregación de los Carmelitas y cuenta con 138 empleados. «Los padres nos siguen pagando a todos. Nos llaman y nos dicen ‘ánimo’, y nosotros confiamos en Dios y la Santísima Virgen que se supere la pandemia», comenta José Vicente Sierra, un nativo que lleva un cuarto de siglo trabajando con los religiosos. «Pero no entra un centavo desde hace dos meses en el hotel; no sabemos hasta dónde van a aguantar».
A sólo cuatro kilómetros de Villa de Leyva, sufren idéntica suerte los pobladores de Moniquirá, un caserío que alberga el Museo del Fósil, donde exhiben los restos de un pliosaurio, entre otras piezas del patrimonio palenteológico de Boyacá. Además del museo, cuenta con un pequeño centro comercial donde venden las artesanías locales. Todo el recinto pertenece al junta de Acción Comunal y las ganancias las emplean en obras para mejorar le pueblito.
Víctor González, un lugareño, dice que poco antes del coronavirus, pidieron un crédito para ampliar las instalaciones y ahora no saben cómo lo pagarán.
También a las afueras de Villa de Leyva, pequeños empresarios, la mayoría jóvenes, que pusieron un negocio de alquiler de cuatrimotos, se sienten igual de desolados. Raúl Claro, dueño de recárgate.com, no tiene ni cómo pagar el parking de las seis que alquilaba para recorridos por el desierto. Las guarda bajo unos plásticos y hace lo que puede para evitar su deterioro. «No podía seguir en el parqueadero. Aunque te rebajen el precio, si no ingresas nada y tampoco hay trabajo, no puedes dar nada», explica con tristeza.
De vuelta con el alcalde, José Javier Castellanos, repasa los ingresos que el ayuntamiento ha visto rodar hacia el abismo: industria y comercio, tasa a la gasolina, proyectos de construcción… Y encima tienen al borde del colapso a los cultivadores de una variedad de tomate que crece en invernaderos en los alrededores del pueblo, y que enviaban a las hamburgueserías de Bogotá.
Pese al pesimismo reinante, Castellanos considera que la pandemia ha sido, de alguna manera, una señal de alarma. Quizá se excedieron en el número de visitantes, tal vez subieron los precios demasiado y tendrán que moderarlos. Los extranjeros no volverán pronto y los nacionales no podrán ahora pagar tanto. La duda es cuántos quedarán en pie cuando la economía recobre el pulso.