Usted conoce a alguna mujer con las proporciones de las modelos de bikini que salen en las portadas de las revistas? Bien, yo tampoco. No digo que no existan, pero no me he cruzado con ninguna. Y el verano es un buen momento para darse un paseo por una playa andaluza y comprobar que no, que la sociedad española es normal. Las chicas son normales. Como han sido siempre, de toda la vida. Delgadas unas, rellenitas otras, bajas o altas, pero ninguna como en las revistas. Ni ahora, ni hace siete años.
La campaña trajo polémica. Estas campañas son el espejo en el que se mira la juventud: ellas porque creen que deben ser así para gustar a los chicos, ellos porque creen que si su novia no es así es que no es guapa. Por supuesto es imposible recortar a millones de personas al mismo patrón, pero la presión —eso dijo la polémica— puede ser insoportable para las jóvenes: el deseo de parecerse a las de las fotos disparará la anorexia.
Es difícil medir el impacto de la publicidad en el comportamiento individual de las personas; quiero pensar que la generación que se crió viendo tres películas del oeste por semana, con vaqueros, indios y duelos de pistolas, no salió especialmente dada a pegar tiros (al menos en España). De los videojuegos se ha discutido mucho sin llegar a conclusiones. Pero tanto está claro: una marca comercial que nos coloca maniquíes imposibles en las marquesinas de publicidad asegurando que reflejan la perfección, nos está mintiendo. Está intentando alejarnos de la realidad.
La contracampaña la lanzó, primero, otra marca de lencería, con diez modelos de muy diversa estatura y peso, y con el mismo eslogan: El cuerpo perfecto. Daban ganas de aplaudir. Pero siete años después dan un poquito menos de ganas: lo que nació como protesta contra un ideario comercial que homologaba la sociedad bajo un modelo único, ahora se ha convertido en una ideología que también nos está alejando, a marchas forzadas, de la realidad.
Porque no es verdad que medir uno setenta y pesar ciento veinte kilos sea tener un cuerpo perfecto. Es estar gordo. Muy gordo. Y por mucho que se proclame ahora (cito de una guía institucional del Gobierno de Canarias) “que la gordura debería ser considerada una cualidad física más, como cualquier otra (la altura, el color de pelo, el color de ojos…)”, no es cierto: ser gordo no es ni una condición inmutable, ni es simplemente una cuestión estética. No hace falta ni siquiera ir a la página de la Organización Mundial de la Salud para calcular el índice de masa corporal y leer sobre riesgos de diabetes, hipertensión y enfermedades cardiovasculares. Basta con bajarse a la playa.
Olvidar esto es una de las muchas contradicciones del movimiento que en la última década ha reemplazado el feminismo, usurpando su bandera: ahora, desde redes sociales, portadas de libros e instituciones gubernamentales se proclama que ser gordo es un problema de los demás. Un problema de la mirada de los demás: ellos te ven gordo. Mejor dicho, te ven gorda: un noventa por ciento de las personas que sufren anorexia son mujeres. Y pensar que alguien tiene un problema por ser gordo es gordofobia.
“Una mujer que no se gusta a sí misma no puede ser libre” cita la mencionada guía canaria a Beatriz Gimeno, a la sazón directora del Instituto de la Mujer. Cuando a nadie se le escapa que no poder participar en excursiones al monte o en bici, a una cala con acantilado o simplemente a la alcazaba porque cansa subir cuestas no es una cuestión de estética: limita, restringe, condiciona. En una palabra: resta libertad.
Pero esto no es lo que piden los gurús de la gordofobia. Al contrario: proponen instaurar de entrada una visión distorsionada en la que todos los cuerpos, tengan la forma que tengan, son igual de buenos, bonitos y brillantes. Según ellos, un problema desaparece cuando deja de verse o, mejor dicho, cuando todo el mundo finge ceguera. Las leyes de la gravedad no existen, los kilos de grasa no pesan si hacemos como si no los viéramos. Lo que hay que hacer es lo siguiente, dice la guía: “Dejar de recomendar dietas” (tampoco los médicos deberán hacerlo cuando tienen a un paciente obeso en la consulta). Dejar de decir que “el fin de una alimentación saludable sea no engordar (no lo es o no debería serlo)”.
Esto es lo que llamamos un mundo posmoderno. No existen los hechos, existe la narrativa. Lo que podría ser un punto de vista filosófico interesante (y quizás lo fuera a mediados del siglo XX en ciertas cátedras francesas) se ha convertido en toda una ideología política en Europa y Norteamérica. He llegado a leer ensayos de una académica alemana que defiende que la ablación del clítoris no perjudica a las mujeres africanas: lo que perjudica es la narrativa occidental colonialista que da importancia al orgasmo. Si esas mujeres pueden ser felices sin orgasmo ¿por qué hay que hablar mal de la ablación? pregunta. El clítoris, en esta visión, tampoco existe.
Es la misma visión que promueve el velo islamista como algo perfectamente aceptable y hasta feminista: no poder desvestirse en la playa porque la visión del pelo excita a los hombres es únicamente un problema de narrativa. Una mujer bajo ropajes negros en la playa en realidad no se está asando de calor: eso es solo nuestra percepción occidental blanca colonialista. Porque los rayos de sol no existen tampoco, ni provocan subidas de temperatura al impactar sobre una tela que no deja circular el aire. Los principios de termodinámica no existen: pensar que una mujer tapada tiene calor es islamofobia.
Lo próximo va a ser que una persona ciega o sorda o una a la que le falte un brazo o una pierna ya no tiene un problema: simplemente es parte de la diversidad, y suponer que con una pierna menos sea más complicado correr por la playa o subir a la sierra es cojofobia. Miento: no es lo próximo, porque ya existe el concepto, y se llama capacitismo. Ya he visto folletos institucionales en los que hay personas en silla de ruedas jugando al baloncesto… junto con el resto de jugadores que corren con dos piernas. Porque ¿cómo vamos a pensar que desde una silla de ruedas cueste más encestar? Recordemos: las leyes de la energía cinética no existen, la trayectoria de un balón es una cuestión de autoestima.
No es casualidad que los organismos, partidos y colectivos que promueven esta visión posmoderna de un mundo en el que los problemas desaparecen si fingimos no enterarnos, sean los mismos que llevan un año invirtiendo ingentes esfuerzos en aprobar una ley que haga desaparecer el problema del machismo por arte de birlibirloque: se llama “autoidentificación de género” y parte de la idea de que los sexos no existen. Tal cual: las leyes biológicas de reproducción por medio de machos y hembras no existen. Toda persona es macho o hembra según se defina