Se vivía el epílogo de un voluminoso tomo cuyo protagonista ostentaba el título rimbombante de Caudillo de España Gratia Dei, copia de la China imperial que en cambio atribuía la gracia al Paraíso, igualmente comprensible. Con los cinco sentidos concentrados al máximo en mi descubrimiento del Viejo Mundo, me decanté por el tren para viajar de Madrid a Londres, salvo el cruce del canal de la Mancha para el que ya había reservado pasaje en un trasbordador. Satisfecha la vivencia del dilatado cruce aéreo atlántico, la ruta presentaba la oportunidad de disfrutar dos medios de transporte inéditos para mí.
Puntual a las siete de la tarde, sin ruido ni brusquedad alguna que trastornase la ensoñación de un caribeño “embullao”, el Expreso Puerta del Sol se puso en movimiento y lentamente dejó atrás la estación de Chamartín. Aún en plenitud, el sol abrasaba el norte de Madrid desde el cielo a la tierra. Por delante se extendían unos 1400 kilómetros, por lo que prontamente el caballo de hierro galopaba con toda la intención de cubrir el trayecto en el tiempo estipulado. En una agencia de viajes de la madrileña Gran Vía recibí la primera lección en trenes europeos. Aparte del boleto que daba derecho al transporte, se necesitaba una reserva para el coche-cama, que lo mismo podía ser compartido o individual. Como opción todo el trayecto en una butaca, sin pensarlo dos veces pagué el suplemento que me permitiría disfrutar de las comodidades a cargo de la Compagnie des Wagons-Lits, en cuya historia empresarial, que por supuesto ignoraba, figuraba la operación del Expreso de Oriente que sí conocía por la famosa novela de Agatha Christie. Incluidos, la cena y el desayuno.
De tiempo en tiempo avivaba el pensamiento con el paisaje de la llanura castellana que como cuadro furtivo ocupaba la ventanilla de la cabina donde me había instalado con la ayuda del revisor así como la contigua al pasillo. O me entretenía con la prensa en la continuación de la vieja costumbre de leer los periódicos en cualquier destino donde me encontrase. Semanas atrás se había producido el atraco a la sucursal del Banco Santander de la calle Caspe de Barcelona, en el que murió un miembro de la Policía Armada. Aún estaba en Europa cuando fue detenido un etarra participante en la acción y que un par de meses después se convertiría en uno de los últimos ejecutados por fusilamiento bajo el régimen de Francisco Franco.
Del ensimismamiento me sacó el revisor, a quien previamente había entregado el pasaporte. Él se encargaría de los trámites con la aduana y migración francesas antes de cruzar la frontera, aún distante. Era innecesaria mi presencia para esos menesteres y en ese entonces los dominicanos no necesitábamos visa para los países del occidente europeo. Me comunicó que el vagón restaurante estaba ya abierto, que había una mesa dispuesta para mí y que procedería a prepararme la cama. Desapareció mi inquietud por saber dónde dormiría y que no me atrevía a manifestar. Mientras fingía organizar el material de lectura, observé al empleado de RENFE voltear la suerte de sofá de mi compartimento y que debajo tenía ya acomodadas sábana, frazada y una pequeña almohada. Como por arte de magia aparecieron un lavamanos y una jarra con agua que quise pensar era fresca, lo que me llevó a bendecir la hora en que pagué no me acuerdo cuántas pesetas por tanto privilegio. Al final del corredor estaba el váter, palabra exacta que usó el revisor e incorporé de inmediato a mi diccionario particular.
Al gozo del viaje en tren con estilo se unieron la botella de Rioja y un menú para nada despreciables. En lontananza brillaban las luces de villorrios y pueblos que el expreso dejaba atrás, como ha hecho mi memoria carcomida por los años. España se me achicaba paulatinamente. Había pocos pasajeros en el comedor, sobrio y elegante, por el que se movían con gracia camareros impecablemente uniformados y que lo mismo hablaban francés que español. No se les derramaba una gota de las bebidas que servían ni permitían que las salsas escapasen de los platos pese al balanceo al que evidentemente se habían acostumbrado. Ahí aprendí otra palabra que tanto me ha servido en los muchos años transcurridos desde aquella experiencia en el Expreso Puerta del Sol: chupito. No precisamente por religiosidad, me decidí por un Cardenal Mendoza, en copa de balón como Dios manda.
El filósofo suizo Alain de Botton no había escrito aún The art of travel, libro que me fascina y del que transcribo lo siguiente: “Los viajes son las parteras del pensamiento. Pocos lugares son más propicios para las conversaciones internas que un avión, barco o tren en movimiento. Existe una correlación casi pintoresca entre lo que está frente a nuestros ojos y los pensamientos en nuestras cabezas: pensamientos grandes que a veces requieren visiones grandes; nuevos pensamientos, nuevos lugares. Las reflexiones introspectivas pasibles de estancarse se ven favorecidas por el fluir del paisaje. La mente puede ser reacia a pensar correctamente cuando pensar es todo lo que se supone que debe hacer”.
Ciertamente. Viajar es adentrarse en un mundo interior y exterior nuevo al que es recomendable ingresar desprovisto de ideas preconcebidas. Con el ánimo y actitud correctos, vienen las lecciones duraderas, enriquecedoras. A nuestra pequeñez añadiremos el universo de otras culturas, de la otredad que resulta de sumergirse en experiencias ignotas y que aprehendemos al trasponer la insularidad física y personal. Paradójico, desde el extranjero se aprecia siempre mejor lo nuestro, tanto lo bueno como lo malo.
Alegría y estómago al tope, regresé a mi pequeña habitación rodante vencido por el desfase horario. No exagero, el traqueteo del tren era un somnífero cuyos efectos ni siquiera disminuían los pitidos de advertencia que de cuando en vez provenían de la locomotora a la cabeza. Desperté porque había cesado el movimiento. Subí la cortinilla en la ventana: estábamos en Irún-Hendaya. Hasta el vagón subían voces asordinadas con instrucciones y un estrépito metálico. El ancho de vía español difería del francés por lo que a los vagones-camas había que cambiarles los ejes y ruedas. Toda aquella maniobra, que ahora luce muy anticuada vista la estandarización de los sistemas de transporte europeos, se realizaba sin que los pasajeros tuviesen que bajarse del tren. Era la gran ventaja que ofrecía el Expreso Puerta del Sol, a precios que, además, competían con el avión. Curioso al fin, me levanté para percatarme cuanto pude de aquel ir y venir de obreros. El cambio de los bojes era en aquella época un gran adelanto técnico, consumía poco menos de una hora. Luego del remezón provocado por el acoplamiento de la locomotora, el tren se puso en movimiento y a todos nos tragó la madrugada vestida de sombra, ya francesa.
En la mañana y al descubierto el paisaje novedoso de la campiña francesa, intuyo que el valle del Loira, tocaba desayuno. Los camareros españoles habían desaparecido, ocupado su lugar por franceses que preguntaban si café au lait ou du thé: y en una canasta, envueltos en paño de algodón recién planchado, unos croissants para los que por supuesto tenía reservado un buen espacio estomacal. El tren había mutado en francés. Era media mañana cuando el caballo de hierro se detenía en la estación de Austerlitz, en un París engalanado que celebraba la fiesta nacional, el Día de la Bastilla.
Descansado, bien alimentado y en el mejor espíritu para continuar viaje y nuevas experiencias, abordé un taxi para el cambio de estación y otro tren, rumbo a Calais. Me aguardaba otra sorpresa, algo para mí inconcebible en aquella época cuando mi experiencia viajera se limitaba a los Estados Unidos: una taxista. Sin inmutarse tomó mi maleta y preguntó hacia dónde me dirigía. Aparentando una veteranía que lejos estaba de poseer, le respondí con desparpajo, como correspondía a quien había cenado español, desayunado francés y dormido la misma noche en dos países: “On-y-va à la Gare du Nord, s’il vous plaît, madame” (vamos a la estación del Norte). El Citroën DS, mejor conocido como el tiburón, se puso en marcha y me convencí de que bastaba mi escaso francés para hacerme entender y que, después de todo, menos ramos del monte poblaban mi cabeza dominicana.
Viajar es adentrarse en un mundo interior y exterior nuevo al que es recomendable ingresar desprovisto de ideas preconcebidas. Con el ánimo y actitud correctos vienen las lecciones duraderas, enriquecedoras. A nuestra pequeñez añadiremos el universo de otras culturas, de la otredad que resulta de sumergirse en experiencias ignotas y que aprehendemos al trasponer la insularidad física y personal.