Otra cara del turismo

Otra cara del turismo
Otra cara del turismo

Oros tiempos y razones intervinieron para que mis preferencias alimenticias se modificaran. En la universidad donde estudiaba en el Reino Unido tomaba fuerza un movimiento para boicotear todo cuanto proviniera de África del Sur, en las garras del apartheid, y Chile, a merced de la cruel dictadura del general Pinochet. Desaparecieron de mi casa las conservas y vinos sudafricanos no obstante sus precios extremadamente competitivos y, a fuer del desprecio estudiantil, disminuyó la demanda de cebolla chilena en los puestos de vegetales del mercado.

Fue en esos años de mi prehistoria personal cuando tropecé en los rudimentos de microeconomía con la llamada teoría de la preferencia del consumidor. O sea, cómo los gustos personales y limitaciones presupuestarias determinan cuáles productos y servicios demandamos. En mi hogar de solo dos personas, mi mujer y yo, otro factor ha entrado en juego en nuestras opciones: la cercanía del lugar de producción. A esto añadimos si en el proceso hay un uso intensivo de químicos, si se trata de pequeños o medianos productores y la denominación de origen. En nuestra maximización de la utilidad, otro de los componentes de la teoría citada, nos hemos adherido con el bolsillo y el corazón al kilómetro cero.

No es moda ni insistencia vana. Tiene que ver con las razones que convocaron a 120 mandatarios de todo el mundo a reunirse en Glasgow, también en el Reino Unido, para tratar de adelantar la agenda sobre el cambio climático y cómo detener la destrucción del planeta. Tiene que ver con aquel libro cuyo título se convirtió en una suerte de mantra en mis tiempos juveniles: lo pequeño es hermoso. Mientras más distante de nosotros el producto que consumimos, más combustible se necesita para transportarlo. Si muy perecedero, entonces habrá que utilizar algún método de conservación que a su vez implicará más contaminación y daño al medio ambiente, o perderá en el trayecto parte de la riqueza nutritiva.

En esta ecuación, más sencilla que la curva de demanda, gasto del consumidor y cómo todo esto entronca al final con el producto bruto interno, entra la otra cara del turismo que en estos días se promueve con acierto como herramienta de política para la sostenibilidad, generación de empleos e incentivo a los pequeños productores. Ingrediente indispensable viene a ser la gastronomía, imán para atraer turistas. Hay otros beneficios a obtener, y el parón que produjo la pandemia ha servido para repensar las cosas y buscar un vínculo más estrecho entre lo local y el visitante foráneo a través de esos hilos invisibles que teje el mercado.

La gastronomía es cultura, y una magnífica oportunidad para penetrar en la preferencia del consumidor. Más aún, puede servir para rescatar tradiciones, dignificar la historia y simultáneamente contribuir a un turismo sostenible, inclusivo y de claro eslabonamiento con la economía de la micro y mediana empresa. Forma parte de nuestra identidad, refleja lo que somos y, bien cultivada, adquiere categoría de arte. La gastronomía humana es, y su aprovechamiento requiere buena disposición, apertura mental y, sobre todo, sensibilidad para incorporar a nuestro inventario de experiencias las derivaciones del encuentro con otras culturas, del apercibimiento de la riqueza implícita y explícita en otras civilizaciones. La buena mesa deviene rápidamente en componente inseparable del acervo de los pueblos. Ha encontrado colocación efectiva en el turismo con definiciones diferentes en estos tiempos en que las distancias se han achicado y agrandado el impulso para descubrir nuevas emociones. En los sabores de la buena mesa, pero también de aquella sencilla que trae recuerdos de los abuelos, reposa un mundo digno de ser explorado.

Tenemos playas paradisíacas, sol, naturaleza feraz y una impronta histórica determinante por haber sido el epicentro de la colonización del Nuevo Mundo. Ciertamente hemos avanzado en la adición de elementos salientes de nuestra cultura a la oferta turística. Falta, sin embargo, uncir con más determinación la cocina criolla al catálogo de atractivos. ¿En cuántos de nuestros hoteles hay restaurantes temáticos con platos dominicanos o están presentes muestras distintivas de la creatividad de nuestros talentos culinarios? En muy pocos o ninguno, como comprobé horrorizado en una de mis últimas visitas a los resorts dominicanos. Como si nos sintiéramos avergonzados de nuestros productos, de nuestra herencia, de los platos que nos han alimentado durante siglos y que, si trabajados con las técnicas apropiadas, podrían exhibirse con orgullo en las mesas más exigentes. Se salva el mangú, omnipresente en todos los desayunos y un descubrimiento auspicioso para muchos visitantes si medimos por la presteza y satisfacción al ingerirlo.

Disiento de quienes dicen que la comida dominicana es pobre. Por el contrario, pobre, quizás, el trato que damos a los productos y su manejo en la cocina. La yuca, un tubérculo humilde al alcance de todos, puede transformarse de una y tantas maneras en un plato apetecible, a tono con los requerimientos de un gourmet exigente. ¿Acaso es desdeñable un pastel de yuca tocado de trufas negras en temporada?

Relevar el producto local y transformarlo en oferta culinaria tentadora requiere talento y perseverancia, como acabo de comprobar en un reciente foro sobre turismo y gastronomía en Brujas, Bélgica, auspiciado por la Organización Mundial de Turismo, el gobierno de Flandes y el Instituto Culinario Vasco. Filip Claeys preside en los fogones del restaurante De Jonkman, en esa ciudad del norte europeo. Militante del kilómetro cero, decidió que solo serviría pescado del Mar del Norte, a corta distancia. Piezas que antes descartaban los pescadores porque no figuraban en las preferencias de los consumidores, encontraron lugar en el menú de ese templo de la cocina creativa. No fue fácil, cuenta Claeys en una intervención iluminadora. De entrada, perdió el cuarenta por ciento de la clientela. Persistió y solo con la segunda estrella Michelin volvió a la preferencia de un consumidor acostumbrado a los pescados tradicionales, muchos importados desde el otro extremo del mundo.

Le preocupaban las llamadas capturas accesorias, es decir los peces no deseados que caen en las redes de los pescadores no así en los gustos de los consumidores. Se calcula que cada año se vierten unas 900.000 toneladas de pescado nutritivo, gran parte ya muerto, en el Mar del Norte como captura incidental. Por cada kilo de lenguado, por ejemplo, entran en las nasas diez de otros peces que son devueltos al agua porque carecen de valor de mercado. Consecuente con sus ideas y principios, impulsó el North Sea Chefs con la pesca sostenible y la obsesión por el producto fresco en la proa. Ya en la vecina Holanda se ha seguido el ejemplo, que puede ser duplicado con otros productos, tal cual hace Inés Páez, nuestra singular chef Tita. Esta mujer de temple, dedicada a crear la nueva cocina dominicana, ha revalorizado productos perdidos de la dieta ancestral. Así, ha rescatado del olvido la guáyiga, el maguey y otros tubérculos y vegetales que alimentaron a nuestros antepasados y forman parte de nuestro patrimonio gastronómico.

Va más lejos en ese otro apartado que ha surgido con el turismo sostenible. Trabaja con pequeños productores locales de las cercanías del entorno urbano del Gran Santo Domingo y donde pronto retornará a los fogones con otro restaurant, Morisoñando. En esa tarea, muy presente el tema de género. La chef Tita ha apostado por el potencial culinario de nuestro país, convencida de que turismo y gastronomía van de la mano en el camino del desarrollo como concepto amplio.

Creer en nosotros mismos y despojarnos de ese complejo de inferioridad que ha ensombrecido la culinaria dominicana es un plato a degustar cada día.


Disiento de quienes dicen que la comida dominicana es pobre. Por el contrario, pobre, quizás, el trato que damos a los productos y su manejo en la cocina. La yuca, un tubérculo humilde al alcance de todos, puede transformarse de una y tantas maneras en un plato apetecible, a tono con los requerimientos de un gourmet exigente. ¿Acaso es desdeñable un pastel de yuca tocado de trufas negras en temporada?