Hacía dos décadas que no visitaba el viejo casco colonial de Santo Domingo, la capital de República Dominicana. Recientemente tuve la ocasión de pasar varios días allí y me dió la impresión de que lo que se considera el núcleo urbano más antiguo del continente americano ha prosperado mucho después de mi última visita.
Se han restaurado muchos edificios, arreglado las calles, dinamizado las infraestructuras comerciales y de servicios, creado establecimientos que nada tienen que envidiar a cualquier restaurante, café o heladería de otras ciudades del mundo, y, sobre todo, establecido un servicio de vigilancia que garantiza la seguridad de locales y foráneos, incluso de noche.
Me instalé en el Nicolás de Ovando, una vieja casona colonial de la calle Las Damas en la que vivió en el siglo XVI el conquistador extremeño que le dio su nombre. Ovando fue gobernador y administrador de la colonia de La Española y el encargado de trasladar la villa de Santo Domingo hacia el lugar en que se encuentra hoy. La casona colinda con la de los Dávila, de la misma época, incorporada también al hotel.
Las dependencias traseras de ambas y los jardines dan hacia el puerto y desembocadura del río Ozama, protegidas por las antiguas murallas y garitas defensivas de la ciudad colonial.
A pesar de la apariencia y de la exquisita decoración, a tono con los siglos de presencia colonial, el hotel (que pertenece al grupo dominicano Hodelpa) no me pareció un cinco estrellas. El desayuno es pésimo (cualquier cadena hotelera del Malecón lo tiene mejor), el ruido del puerto insoportable y tuve que insistir para que me cambiaran de habitación por un salidero en el baño que descubrí en medio de la noche cuando el suelo estaba ya inundado. Sin contar que el internet funciona apenas en el área de la piscina y patios interiores (debido, es lo que siempre dicen, al grosor de las paredes). Por suerte, el personal era muy amable. La calle Las Damas recorre el trayecto entre la fortaleza Ozama, primera construcción militar permanente de la colonia y de América, hasta el Museo de las Casas Reales, antiguo Palacio de la Real Audiencia, construido a partir de 1511 por orden de Fernando II de Aragón como sede de la administración colonial.
La fortaleza tiene el aspecto de una torre de homenaje medieval muy austera a la que se añadió, dos siglos después, el polvorín de Santa Bárbara que parece más bien una capilla en medio de la plaza fortificada.
Las Casas Reales se componen de dos edificios con fachada de piedra coralina que acogen el museo de historia nacional en el que se exhiben muebles, lienzos, objetos de la vida cotidiana durante el periodo colonial, una estupenda botica con los utensilios propios de la farmacéutica de la época, carruajes, mapas antiguos, maquetas y todo aquello que suele exponerse en una institución de este tipo.
En medio de esa misma calle, el Panteón de la Patria se debe a una idea del dictador Trujillo quien decidió restaurar, en 1958, la antigua iglesia de los jesuitas del siglo XVIII para convertirla en mausoleo de los héroes nacionales y acoger los restos de los próceres. El enorme candelabro que cuelga de la cúpula principal fue un obsequio del caudillo Francisco Franco a Trujillo.
A pesar del escaso interés del monumento la afluencia de turistas es constante. Al final de Las Damas, y más allá de la gran plaza de España, se encuentra el Alcázar de Colón, una de las primeras edificaciones de la ciudad colonial. Fue construido entre 1511 y 1514 para alojar a Diego Colón, hijo de Cristóbal Colón, en funciones de gobernador de La Española. Se le considera el primer palacio fortificado del continente americano y una mezcla de estilos gótico-mudéjar e isabelino. Fue habitado hasta 1577 por tres generaciones de descendientes de Colón y por la viuda de Diego, María Álvarez de Toledo.
Tuvo luego varias funciones hasta que, en la década de 1950, se salvó de la ruina y se convirtió en museo. Apenas a una manzana de Las Damas se encuentra la iglesia Metropolitana Nuestra Señora de la Encarnación o Catedral primada de América, a un costado de un parque en donde discurre la vida cotidiana de los moradores del casco antiguo. Alrededor de ésta, los cafés y las terrazas permanecen repletos hasta altas horas de la noche y una arteria peatonal atraviesa todo el casco: la calle El Conde.
En otra calle importante, la Padre Billini, se encuentra la Casa de Tostado (hoy museo), una de las más antiguas de la ciudad, antigua residencia del escritor Francisco Tostado de la Peña, y uno de los pocos ejemplos de arquitectura gótica civil. Una manzana hacia el oeste, la Capilla de la Tercera Orden Dominica, es un conjunto monumental del que sobresale el convento del siglo XVI y la iglesia propiamente dicha, erigida en 1759, en la que se encuentra la capilla Nuestra Señora del Rosario, con exuberante decoración de relieves barrocos, inspirada en los signos zodiacales con el sol en su centro.
En el caso histórico hay sitios inesperados. Está el café más antiguo de la ciudad: La Cafetera (calle El Conde), un local popular en donde se come y bebe a lo largo de una barra que no ha cambiado desde su fundación en 1932 y donde tomé el mejor batido de zapote (mamey) de todo mi viaje.
En una esquina de la calle Emiliano Tejera está la sorprendente Casa de los Dulces, que propone prácticamente todas las especialidades de dulces en almíbar, pastas, cremitas de leche y cuanta confitería se elabora en el país. No lejos de allí es posible ver las ruinas del Monasterio San Francisco y la curiosa calle Hostos, con aceras empinadas a las que se accede por una escalera. O el Banco de Reservas, un edificio de 1955, ejemplo del Art Deco tardío que ha conservado toda la gracia y originalidad de su estilo original.
Hoy en día, la zona colonial ofrece todo lo necesario para permanecer varios días allí. Hay excelentes hoteles boutiques, callejones floridos, galerías, librerías e, incluso, sitios vegetarianos o de gastronomía “fusión”.
Durante mi estancia solo salí del casco en una ocasión y fue para cenar en Naco, un barrio con muchos restaurantes de moda, como el O.Livia, dirigido por Erik Malmsten, un joven chef sueco-dominicano y a donde llegué de manos de la historiadora del arte Sara Hermann, dominicana que conoce cada rincón de su ciudad. O.Livia me sorprendió por sus extraordinarios postres (que nada tienen que envidiar a los más sofisticados de Francia), y sus creativos y excelentes platos en un ambiente relajado y muy animado.
Una pausa en Santo Domingo capital, antes de seguir hacia otras regiones o de regreso a casa, es posiblemente una de las mejores opciones para un viaje al país. Aconsejo a quienes viajan directamente a centros turísticos como Punta Cana que se salgan del circuito o fórmula de “todo incluido” y partan a la conquista de la verdadera naturaleza y carácter de este maravilloso y acogedor pueblo para que puedan conocer realmente el alma dominicana y tengan algo que contar que no sea sobre cocoteros y playas cálidas. Porque República Dominicana es mucho más que eso, por mucho que el viaje dé prioridad al descanso de la rutina laboral.