En un soneto magistral en estilo y contenido escrito en 1964, el inmortal Jorge Francisco Isidoro Luis Borges transita airoso por el campo minado del olvido en contraposición a la memoria. El título de la pieza antológica convierte en sustantivo un adverbio que el autor reconoce proviene de siglos atrás. Everness sería algo así como “siempreidad”, un contrabando gramatical en formato de anglicismo. Somos porque fuimos. El carácter pasajero que como estampa imborrable nos marca, aúpa la tensión entre la necesidad de preservar el pasado —la memoria—, ante las consecuencias de las tantas vueltas de calendario: el olvido.
» “Sólo una cosa no hay. Es el olvido. Dios que salva el metal salva la escoria y cifra en Su profética memoria las lunas que serán y las que han sido”»“
Amparado en Borges en mi lucha contra el olvido y convencido de la fortaleza de memorias ancladas en mi niñez, decidí en uno de mis viajes al país volver al pueblo natal, 35 años después de mi última visita. Quería mostrar a mi compañera del alma aquellos lugares donde me asomé a la vida décadas ha y, de paso, reencontrarme a mí mismo en esas nostalgias que acompañan a la certeza de lo que fue y jamás será.
Estaba en terreno prácticamente desconocido incluso antes de trasponer el cruce donde arranca la carretera Castillo-Hostos. El poblamiento de lugares antes desolados ha creado un paisaje inédito para mí. Ya no existe la plantación de cacao que en los primeros tramos de aquella vía estrecha nos adentraba en lo rural. Los tres kilómetros que separaban a mi pueblo de la arteria troncal que lleva hasta San Francisco de Macorís, la común cabecera de la provincia Duarte, están ahora tachonados de viviendas y alambradas, señal segura de que encontraron dueño. La soledad de aquel trecho que recorría a pie, en bicicleta, carro público o el vehículo paterno, existe solo en mi mente.
De la entrada de Hostos, en la categoría mínima de distrito municipal y dependiente de Castillo en mis años de pantalones cortos, ha desaparecido aquel puente de maderos gruesos con hendijas generosas que permitían ver la corriente escasa del Semí. Un paso moderno, de cemento y metal, permite superar la hondonada a la que antiguamente protegían árboles añosos y cuyas sombras encubridoras eran responsables del frío de las aguas del riachuelo. A unos pocos metros de distancia estaba la escuela Luis A. Weber donde cursé estudios hasta el octavo grado. Tampoco existe tal como reposa en mis recuerdos, con el gris de sus bloques al desnudo, el patio del recreo y la caseta del retrete insalubre que la disciplina paterna desaconsejaba utilizar.
Hay dos Hostos, el real y el de mi memoria, donde puedo contar las casas una a una, visualizar sus fachadas y colores, identificar los solares vacíos, y hasta reconocer a la poca gente que deambulaba por sus únicas dos calles principales. Donde estuvo el local comercial de mi padre queda una parcela desnuda. De esos metros cuadrados hoy vacíos no se atisba ya la estación del ferrocarril, el pequeño parque adyacente ni los rieles que cual cinturón metálico partían en dos el villorrio. Por donde antes desfilaban trenes, vagones cargados de granos en ruta hacia el puerto de Sánchez y pasajeros en la autovía, ahora hay hileras de casas menudas, con gentes cuyos rostros no me son familiares. Incluso, las cuestas en la geografía física sucumbieron al acomodo del crecimiento urbano.
¿Es este el pueblo donde nací, crecí y creí avistar el futuro? Para colmo, hube de dar varias vueltas antes de encontrar la casa familiar, previa consulta del navegador en el móvil. Perdido, excepto en la memoria. Otrora, una vereda corta franqueada por hibiscos llevaba desde la calle Libertad hasta nuestro hogar. El seto ocultaba a la vista un canal empedrado por donde corrían las aguas de las lluvias frecuentes. Mamá lo hacía limpiar con insistencia para despojarlo de la lama verdusca en que se convertían los restos de los aguaceros escondidos en las hendiduras. Aún está ahí, solo que, en otro contexto urbano, la casa que construyó papá a principios de la década de los años sesenta. Ignoro quién es el dueño y estaba cerrada. En mi imaginación era mucho más grande, con su porche colorido y ventanas metálicas blancas.
Desde el auto le mostré a mi pareja aquella casa de Hostos donde nacieron mi interés por la lectura y el convencimiento de que la educación es la vía más adecuada para salir adelante. Estudiar era una obligación, y a la luz de una lámpara de gas madrugábamos para las tareas y lecciones escolares. Y, además, rezar el rosario en familia. En el pasillo que separaba las habitaciones de la sala y el comedor, había un mueble-biblioteca con una radio, libros y revistas. Una amplia colección de Selecciones de Reader´s Digest me transportaba a un mundo de ensueños; a esas lecturas tempranas atribuyo mi pasión por los viajes, por otras geografías y culturas. Había novelas de Alejandro Dumas y Julio Verne, El Quijote (en dos tomos) y una biblia. También obras de Xavier de Montépin, entre las que recuerdo vívidamente El coche número 13, con el carruaje misterioso en portada. No había más que ver y sí mucho de que despedirse. Reiniciamos ruta hasta Rincón Molinillo; de ahí, sur franco y a La Romana, donde pernoctábamos.
En puridad de verdad, los años son una suma de tiempo. No así la edad, a la que Terencio atribuye la bondad de hacernos más sabios. Excepciones habrá, y muchas, pero ciertamente envejecer suele acarrear prudencia, tranquilidad de espíritu y una conformidad ante lo inevitable que a los ojos del joven resulta inaceptable. Madurar comporta la adquisición del pleno desarrollo físico e intelectual, también la puesta en punto de una idea o proyecto.
Con el acumulo de añadas adviene esa nostalgia por los tiempos idos, por circunstancias y hechos que marcaron inflexiones o que simplemente informan la memoria en el recuento de anhelos, de experiencias irrepetibles porque el tiempo ya no alcanza, o porque fueron tan únicas que no admiten doblaje. Sábato hollaba terreno firme cuando introdujo la noción de que todo tiempo pasado siempre parece mejor.
Hay nostalgias que remiten a un pasado que brota manso, sereno y dulce, con reverencia a lugares, personajes y tradiciones desaparecidos para siempre. Como el Hostos de mi niñez, al que solo la fortaleza de la memoria mantiene vivo. Entre las lunas que serán y las que han sido de los versos de Borges, media un hiato de dimensión inexacta. En él se anida todo un proceso de cambios, con huellas que apenas atinamos a desentrañar. Hay el peligro de que por ahí se despeñen el entorno, la familia, los amigos.
La resurrección consciente del pasado es alegría y también congoja. Así de complejos somos, incapaces de evitar las contradicciones o las trampas de las coyunturas. Lamentablemente, el recorrido de la calle de los recuerdos implica un inventario de pérdidas. Mientras conducía en silencio el coche de alquiler, me decía que las nostalgias a veces doblan como caprichos pasajeros o una obsesión con un pasado que nunca fue o tuvo la coherencia con que ahora se devuelve al presente. Hablamos, empero, de vivencias personales que no pretenden correspondencia con realidad alguna. Me pregunto si la nostalgia es tal por la imposibilidad material de convertir el pasado en presente, o por el sello proustiano que graciosamente se le atribuye. Importa poco. En la fortaleza de la memoria reside la pervivencia de ser. Si lo que pudimos ser causa congojas, lo que no fuimos puede que provoque una sonrisa. O quizás una sonora carcajada.