Esta semana tuve ocasión de hacer uso de algunos servicios turísticos en Mallorca. Pese a que en muchos casos la operación requiere de decenas y decenas de especialistas, todo está funcionando a punto. Desde las excursiones a los restaurantes, hasta el entretenimiento a la oferta complementaria. Como si nunca hubiera habido pandemia, como si todo hubiera estado engrasado perfectamente desde siempre. Como si nunca se hubiera ido ni un empleado por el Covid. Como si no hubiera habido problemas derivados de la aplicación de la legalidad, de los permisos, de las caducidades, de los reglamentos.
Sin embargo, todo estaba solucionado, operativo, gracias probablemente a incontables ejecutivos modestos que han conseguido que la maquinaria turística esté nuevamente operativa.
En el otro extremo del arco, los grandes ejecutivos de la aviación y de los aeropuertos nos están contando la milonga de que los permisos caducaban, de que los empleados se marcharon, de que nada estaba listo. Un aeropuerto europeo importante soltó esta semana que “hemos crecido en cuatro meses lo mismo que antes nos había costado cuarenta años”, intentando así que entendamos sus problemas. Como si las zonas turísticas de España no hubieran pasado de cero a mil en estos cuatro meses.
Uno de estos empresarios me decía que “si yo no tengo mis servicios operativos, la gente se va a otros”, pero cuando uno tiene un billete de avión, está atrapado porque el sistema no permite las cancelaciones sin pérdidas de dinero.
Observen, por cierto, las retribuciones de los ejecutivos modestos, de los que tienen todo a punto, y los salarios y bonus de los grandes e incompetentes. El abismo salarial es comparable al abismo en la capacidad de gestión, sólo que al revés.
Es hora que los accionistas anónimos de estos grandes consorcios se rebelen y pongan orden en una gestión que es casi tan catastrófica como la del sector público.