Embargado por emociones diversas, esperaba ansioso que, con el “Marshal of the Diplomatic Corps” en uniforme militar de gala como acompañante, se pusiese en marcha el cortejo de carrozas tiradas por caballos elegantemente enjaezados rumbo al Palacio de Buckingham. La ocasión: presentación de credenciales a la reina Isabel II del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte como embajador de la República Dominicana. Junio 10, 2005.
Mañana resplandeciente que, en forma de regalo ansiado, confirmó mi selección de transporte en vez de un Rolls Royce, como me tocaría años después en otra ceremonia similar en Canberra, Australia.
Desde que compré en Nueva York antes de viajar a Londres la vestimenta dictada por el estricto protocolo británico —frac, chaleco y corbatín blancos—, había anticipado con cierta aprensión la audiencia con la monarca de más años en el trono en Europa. Curiosamente y para regocijo propio, cuando me vestía horas antes de la ceremonia noté que mi atuendo llevaba el sello de Made in Dominican Republic, producto de algún taller textil en nuestras zonas francas. Había recorrido otro trecho mucho más largo que el de Canning House a Buckingham Palace en mi vida y relación con el Reino Unido, donde me gradué con máximos honores en la Universidad de East Anglia y presencié la magna celebración del silver jubilee (jubileo de plata), en 1977. La monarquía distaba de institución popular entre mis compañeros universitarios, la mayoría de izquierda. Recuerdo el póster encima de los casilleros en mi School of Development Studies. Dos fotos, una de una señora con rostro de penurias llamada Elizabeth Queen, una pobre pensionada, y otra de Queen Elizabeth, y una nota al pie que la identificaba como una de las mujeres más ricas del mundo.
Había recibido informaciones precisas sobre la liturgia en las credenciales; el ingreso al salón donde me esperaría la reina; las reverencias; la entrega de los sobres donde reposaban la carta de mi presidente designándome como su representante ante la corte de Saint James y otra, retirando a mi antecesor; cómo dirigirme a la reina (madam y no su majestad) y estrecharle la mano enguantada; no iniciar la conversación ni preguntar y, una vez concluida la formalidad de la audiencia, introducir a mi esposa en ese entonces y luego al personal de la embajada dominicana que me acompañaba.
Todo aquello lo había repasado mentalmente una y otra vez, sin lograr apaciguar el nerviosismo con que había despertado. Sin más tiempo para cavilaciones y cuitas, estaba frente a frente a Isabel II, vestida de verde limón, sonriente y como si el embajador caribeño, nacido en un villorrio cibaeño en cuya escuela pública se alfabetizó, fuese un viejo amigo. Si alguien sabía cómo me sentía era Su Majestad, acostumbrada a una ceremonia que siempre disfrutaba no obstante haberla repetido más de un millar de veces antes de ese verano.
En mis años en el Reino Unido había aprehendido la sutileza del humor inglés, combinado con modales de mucha deferencia en la clase alta. Y también de cinismo. Mi aprensión cedió por completo cuando Isabel II me comunicó, como si le confiase un secreto a un amigo, que sus perros estaban muy alterados por la salva de cañonazos que momentos antes habían estremecido los entornos palaciegos. “Se supone que hoy es el cumpleaños de mi esposo”, me dijo, y por supuesto no se me escaparon la sutileza y el aguijón que se esconden a menudo en las frases del británico educado. La dedicación de la soberana a sus corgis era proverbial, y a su muerte los adoptó uno de sus hijos en desgracia por sus aventuras sexuales, Andrés. Muchos nos habremos preguntado si uno de los atributos de esa raza canina, la lealtad a la familia, incentivaría el amor de la reina fallecida hace poco.
Obviamente la monarca estaba al día de cuanto ocurría en la República Dominicana. Minutos antes de cada presentación de credenciales, su secretario particular le informaba de cualquier acontecimiento reciente en el país de origen del embajador. Sin contar el estudio previo del curriculum del diplomático, la historia y estado presente de su nación. Para distender aún más la ocasión, Isabel II me preguntó si ya tenía casa, escuela para mis hijas y dónde. Le repuse que viviría en Totteridge, un barrio residencial en el norte de Londres, y que Carla y Eleni irían al Royal School, en Hampstead. “Very nice”, me respondió; luego del traslado del saludo del presidente Leonel Fernández, comentó elogiosamente el desarrollo y desempeño económicos de la República Dominicana y me hizo algunas preguntas sobre el turismo. Una de mis sorpresas sobrevino con el conocimiento de la reina sobre las playas dominicanas y la calidad de las mismas. Me habló de la diferencia entre las arenas de las zonas oriental y meridional del país, y cómo el contenido mineral alteraba el color y hacía que unas fuesen más calientes que las otras. Intuí después que Isabel II esperaba el momento adecuado para esta pregunta, cuando ya estaba más relajado: “¿Y cómo es que de ser un periodista exitoso haya pasado a ser un diplomático?” Era mi primer destino, nunca había soñado ni remotamente con ser embajador o un diplomático de carrera. Aplicaba, sin embargo, la frase atribuida al expresidente costarricense don Pepe Figueres: “En mi país, ni los caballos son de carrera”.
El acento elegante de Isabel II en su inglés impecable del que captaba cada sílaba no ocultaba una curiosidad genuina, solo que yo no atinaba a saber el porqué en los escasos segundos en que hilé mi respuesta: “Hay mucha similitud entre un periodista y un diplomático, señora. Ambos deben ser buenos observadores, analistas, manejar el idioma con capacidad para escribir buenos informes y, sobre todo, ser discretos”. Eran días en que los tabloides británicos se daban banquete con uno de los escándalos ciertos o inventados sobre la realeza.
La respuesta de Isabel II no pudo ser más reveladora: una estruendosa carcajada y un desvelado humor negro o cinismo en un “¿Discretos los periodistas?” continuado con risas que debieron estremecer los cimientos del Palacio de Buckingham. “Se supone que los periodistas sean discretos si en verdad son profesionales”, repuse mientras desaparecían los colores del rostro real que habían acudido en tropel rojo con la risotada estentórea.
Me habían advertido que tocaba a la soberana dar por terminada la entrevista, que haría una señal imperceptible para que su edecán se acercara y diera paso a la entrada de la esposa del embajador, para la que regía otro protocolo y la “sugerencia” de que no vistiera ropa oscura porque el negro disgustaba a Isabel II.
Cuando salí del salón de Estado donde se celebran las credenciales en el Londres real noté que las caras del personal de protocolo y asistencia de la soberana me miraban con sorpresa. Alguien me deslizó al oído que nunca habían oído reír a Isabel II con tantas ganas, mientras caminábamos hacia el patio interior donde aguardaba el cortejo para devolverme a Canning House, sede del foro sobre América Latina en Londres, y donde ofrecería el tradicional vin d´ honneur con que el nuevo embajador celebra el inicio formal de sus tareas diplomáticas luego de la presentación de credenciales.
Relajado, miraba a la multitud congregada en las afueras del Palacio de Buckingham de la que en otra época también fui parte como un turista más en el Londres que sigo amando desde el primer día que lo conocí, hace casi medio siglo. Muchos nos fotografiaban, probablemente sin saber de qué país era embajador. Una voz que aún es anónima se levantó y se impuso sobre el ruido humano: “¡Pero si es Aníbal! ¡Qué viva la República Dominicana!”