El Parque Nacional y Reserva de la Bahía de los Glaciares de Alaska es una de esas joyas que suelen visitar más los turistas que los habitantes del estado. Cuando por fin fui allí el verano pasado, después de llevar 40 años viviendo en Alaska, lo hice como la mayoría de la gente: a bordo de un crucero, acompañado por algunos miles de turistas de todo el mundo.
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Las cumbres elevadas a lo lejos, los fiordos tallados en hielo y las ballenas jorobadas, las orcas y los osos grizzly eran tan dignos de ver como me habían contado. Mientras los pasajeros se desparramaban en la cubierta de observación, deseando asomarse, una vistosa pirueta del barco ante una pared de hielo azul glaciar permitió contemplar la naturaleza romántica con toda su gloria atemporal.
Aunque había algo que no terminaba de estar bien, o al menos a mí me lo pareció. Yo estaba allí como conferenciante invitado del lugar: como escritor de Alaska y rapsoda de la naturaleza por cuenta propia. Pero en las décadas que he pasado en Alaska he visto demasiados cambios, he entrevistado a demasiados climatólogos, he leído (bueno, ojeado) demasiados estudios. Miraba desde la borda con la melancolía del alaskeño contemporáneo; era un peregrino atestiguando el fin de los tiempos en el templo de los glaciares.
Empecé a preguntar por ahí si alguien más se sentía así.
Los guardaparques me dijeron que de hecho el turismo estaba cambiando. En estos cruceros, la desaparición del servicio de desayuno de los vasos de café desechables es una de las primeras señales de que el barco se dirige a un parque nacional. Es parte del contrato de tu barco: que no vuele ni un solo vaso hacia las aguas prístinas. Los juegos del casino se suspenden, y los guardaparques uniformados suben a bordo para mezclarse con la gente y dar charlas sobre el medioambiente.
Los guardaparques me confirmaron lo que oía decir a los demás pasajeros. La incertidumbre, si no la pena, es ahora parte de la experiencia del viajero en Alaska. La mayoría de los visitantes, según me contaron los guardas, siguen haciendo las mismas preguntas de siempre: ¿se congela la bahía en invierno?, ¿qué es, una foca o un águila, eso que está en ese iceberg? Como la generación de turistas que los precedió, han venido a ver el planeta en estado salvaje, no a un triste funeral por su defunción. Algunos se interesan por la salud de los glaciares. Quieren saber por qué Alaska se está calentando mucho más rápido que otros lugares. Una familia joven me contó que iban en ese momento porque después sería demasiado tarde.
Por otra parte, ciertos viajeros, en realidad, van con ganas de discutir, me comentó una guardaparques. Le dicen que la tecnología arreglará el problema, o le explican por qué las soluciones propuestas hasta ahora serían demasiado caras. O, con frecuencia, afirman que la tendencia cálida del parque es una cosa normal del planeta.
Una de las dificultades a las que se enfrenta el Servicio del Parque Nacional, al intentar explicar la ciencia de hoy, es que las líneas y las fechas del retroceso glaciar que aparecen en los propios folletos y mapas del parque hacen que parezca, en efecto, una cosa natural del planeta. En la Bahía de los Glaciares, el retroceso —la huida en desbandada, más bien— comenzó en torno a 1750, cuando el avance glaciar de varios siglos, durante un periodo de temperaturas más frías conocido como la Pequeña Edad de Hielo, había alcanzado su máxima extensión. Toda la bahía estaba cubierta por un glaciar de más de 1200 metros de espesor. George Vancouver, capitán de la Marina británica, cartografió el borde exterior cuando la visitó en 1794. Para cuando llegó el naturalista John Muir, en 1879, el hielo ya había retrocedido 65 kilómetros bahía arriba. Las chimeneas de la Revolución industrial recién empezaban a escupir carbono a la atmósfera.
Hoy, los cruceros deben recorrer unos 105 kilómetros al interior de la bahía, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, para llegar a las pocas fachadas de hielo majestuosas que quedan. Estos acercamientos, anunciados con bombo y platillo, sacan al balcón incluso a los más reacios a la naturaleza, que se asoman a verlas a través de la pantalla de sus teléfonos móviles, atentos al famoso “trueno blanco” de los icebergs, las grandes torres de hielo que se desprenden de la faz del glaciar y caen al mar. En un sistema de hielo estable, cada retumbo y chapoteo es una emocionante prueba de avance, del equilibrio dinámico de la naturaleza. Ahora que el sistema se está viniendo abajo, cada iceberg que colapsa se siente como otra pérdida.