Fluctuat nec mergitur

Fluctuat nec mergitur
Fluctuat nec mergitur

Desde marzo de 2020, París era el fantasma de su fama; una ciudad confinada y devastada por el COVID-19. Este otoño, si cantar victoria recobra vida y, como reza su divisa: Fluctuat nec mergitur (resiste mas no se hunde).

Sus monumentos, palacios, barrios elegantes, brasseries, restaurantes y cafeterías que han inspirado obras de grandes escritores, de películas que han contribuido a su embrujo mítico han recobrado su secular esplendor luego de meses de confinamiento. El París que nos hace olvidar que llueve mucho, que el cielo es gris, que hace frío y es caluroso en verano, ha recuperado aquello de la ciudad del amor, de la vida nocturna, del Moulin Rouge, del French cancan, de Les folies bergères, el encanto de las calles medievales del Quartier latin por donde se pasean los personajes de Cortázar; que nos recuerda la Revolución de 1789, de los Derechos del hombre, el de la miseria humana del universo imaginado por Balzac, Dumas, Victor Hugo; el de Les fleurs du mal de Baudelaire, de Poèmes saturniens, de Verlaine y por qué no el de la música del Bateau ivre y Une saison en enfer de Rimbaud…

Desde que se ajustó la corona de capital cultural en el siglo XVIII con la Revolución que estremecería las resistentes bases de la sociedad feudal proclamando orbi et urbi la igualdad entre los hombres y por consecuencia la abolición de la esclavitud. París, como el fénix, renace de sus escombros como lo hizo después del millón de muertos de la Gran guerra y la humillación de ser ocupada por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra mundial.

Siempre ha habido dos París: el de la tarjeta postal, que va del Arco de Triunfo, pasa por los Campos Elíseos, la Catedral de Notre-Dame y sigue en un paseo por el Sena, luego se observa la ciudad desde la Torre Eiffel. Y, más tarde, un buen restaurante; al día siguiente, Montmartre, la Place du Tertre; los museos: Louvre, Orsay, Picasso, Pompidou… De ese París hay una queja: los franceses son odiosos, al menos aquellos que están frente al turista.

El otro no va de los Campos Elíseos a Montmartre. Es el de la soledad a pesar de sus cuatro millones de habitantes; es como Londres, New York, Berlín, Tokio… en el que “morir en París con aguaceros/ Un día del cual tengo ya el recuerdo”, escribió el gran poeta peruano César Vallejo a finales de los años 30 y de su vida. Ese es el París de ilusiones y sueños truncados, el que no aparece en los álbumes de souvenirs.

El París revolucionario de 1789, de los enciclopedistas, de los novelistas del siglo XIX, de Victor Hugo, de Alexandre Dumas y del visionario Jules Verne; de los poetas Alphonse de Lamartine, Victor Hugo, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, el franco-cubano José María de Heredia y de toda esa gran literatura que, desde la Edad Media, pasando por los matemáticos del Siglo de las Luces, los inventores de la fotografía Niepce y Daguerre, los científicos y sus contribuciones a la electricidad, al telégrafo, al descubrimiento del radio por Pierre y Marie Curie en esos finales del siglo XIX cuando Louis Lumère presentó L’arroseur arrosé en el café de La Paix. Imágenes en movimiento consideradas como la primera película, una corta ficción que ni el propio Louis Lumière sospechó que daría nacimiento a un nuevo arte que se alimentaría en sus inicios por el teatro y la novela hasta que, a mediado del siglo XX, Jean-Luc Godard y los cineastas franceses de La nouvelle vague demostraran que tenía su propia escritura.

El siglo XX fue de gran esplendor para París. La mística de la ciudad cobró fuerza au tournant del siglo precedente. El transporte metropolitano subterráneo (metro) se inauguró en 1901, luego entró el automóvil y poco después el avión. París era la capital cultural del viejo Continente; capital de las ideas, de la nueva novela con À la recherche du temps perdu de Marcel Proust, una obra que revolucionaría la literatura universal.

Fue en ese París en donde se formaron los médicos dominicanos Salvador Gautier y Francisco Henríquez y Carvajal; seguidos más tarde por Darío Contreras, Heriberto Pieter y Félix Goico, entre otros. La literatura llevó también a París, en busca de la perfección poética, a Tomás Hernández Franco quien en años posteriores a la Gran guerra frecuentó salones literarios, vivió la bohemia efervescente de les années folles, el nacimiento del movimiento surrealista, el novísimo cine expresionista alemán y la nueva arquitectura lanzada por la bauhaus de Berlín. Sin olvidar al pintor Jaime Colson quien se codeó con la nueva pintura europea de “entre dos guerras”, que encabezaban, entre otros Picasso y Henri Matisse.

En el París del primer tercio del siglo XX, a pesar de las secuelas de la Gran guerra, nació el movimiento surrealista encabezado por los poetas Breton y Aragon al que se integraron, entre otros, los poetas Paul Éluard y René Char, así como los españoles Luis Buñuel y Salvador Dalí. El surrealismo revolucionaría la literatura, la pintura y el cine mundial y tendría en 1943 una marcada influencia en el movimiento La Poesía Sorprendida de República Dominicana y años después en el pintor Iván Tovar.

En estas primeras décadas del siglo XXI, cuando se comienza a examinar la superficie de Marte con fines de conquistarlo, es inevitable recordar al visionario Jules Verne y el viaje sin retorno de su novela De la terre à la lune. París, como decía al principio, fluctuat nec mergitur.