Cómo uno de los barrios más violentos de AL se convirtió en un atractivo turístico

Cómo uno de los barrios más violentos de AL se convirtió en un atractivo turístico
Cómo uno de los barrios más violentos de AL se convirtió en un atractivo turístico

Jaclin Camposjaclin.
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Medellín, Colombia

“Quisiera la intolerancia olvidada en el pasado. / Quisiera que el perdón como don sea entregado. / Quisiera que fronteras entre naciones no haya. / Quisiera que, por fin, hablen los que siempre callan”.

Kbala interpreta un rap al caer la tarde y sus versos, un clamor por paz y contra la violencia, resuenan en la conciencia. No se trata de un concierto. No se pasea sobre una tarima. No hay juego de luces. Su audiencia la compone menos de una veintena de personas —un grupo de agentes de viajes y comunicadores convocados por la aerolínea dominicana Sky High para conocer los atractivos de Medellín— y su escenario es un recoveco de la Comuna 13, una de las 16 comunas en que se divide la capital del departamento colombiano de Antioquia.

No hay mejor lugar para estas rimas que una comunidad en cuya transformación tuvo un rol preponderante la cultura hip hop. Otrora considerado uno de los lugares más violentos de América Latina, dominio de guerrilleros, paramilitares y nido de sicarios del narcotraficante Pablo Escobar (Kbala, guía de Color Tour, no se refiere al líder del Cartel de Medellín por su nombre, sino como el “monstruo”), Comuna 13 se ha convertido en un popular destino para los turistas que visitan la ciudad asentada en el valle de Aburrá.

“EL ARTE NOS SALVÓ LA VIDA”

En el cambio incidieron tanto el arte público como la capacidad de resiliencia de sus habitantes. La semilla de la renovación la plantaron por igual jóvenes que usaron la cultura hip hop como herramienta para renovar la imagen de su barrio, mujeres que se reunían para elaborar pulseras y en cuyos encuentros socializaban sus necesidades e ideas o un profesor que creó una escuela de fútbol para niños.

“A nosotros el arte nos salvó la vida”, comenta Kbala, que conduce a los excursionistas dominicanos en un graffitour, como se conoce el recorrido para apreciar el arte público en Las Independencias, barrios de Comuna 13.

Los bailarines de Skill Flavor, un grupo de break dance, son una muestra reciente. En el día, en un pequeño anfiteatro al aire libre, exhiben sus habilidades a cambio de propinas; en la noche, transmiten su arte a los niños.

Los grafitis, obra de artistas locales y extranjeros, tienen una vida útil de tres a cinco años, explica el guía. Pasado ese tiempo se deben renovar o recibir mantenimiento, una tarea que, en primera instancia, se le ofrece al autor original.

No solo cuentan historias de resiliencia. Aquí hay arte para ver y para posar (Kbala ofrece algunos tips para obtener mejores tomas y un pedido: “En las fotos traten de salir sonrientes porque nosotros ya hemos llorado mucho”). Frente a una creación los visitantes simulan que poseen alas de colores y aureola; frente otra, conocida como el Mural del Amor, una pareja de turistas de la tercera edad se besa.

ESCALERAS ELÉCTRICAS

Gran parte del ascenso por las escarpadas colinas de la barriada se realiza a través de seis tramos de escaleras eléctricas públicas y gratuitas, un proyecto de movilidad urbana que sustituyó 350 escalones de concreto. Sin embargo, el recorrido, que se inicia en la calle 109, incluye un primer trecho de escalones a través de un callejón. ¿El objetivo? Según el guía, comprobar cómo se movían los residentes antes de la instalación de las escaleras mecánicas.

Si bien esta solución ha facilitado la vida a residentes y visitantes, el guía opina que hay que repensarla, ya que no son sostenibles. Su operación y mantenimiento resultan muy costosos para la ciudad.

A unos pasos de las escaleras eléctricas, se puede probar una de las especialidades del lugar: el helado de mango biche de Cremas Doña Consuelo, una refrescante paleta a base de mango verde, servida con zumo de limón y sal, y que debes degustar siguiendo las instrucciones que te recita el dependiente: “Aprieto, hundo, saco, chupo, muerdo… la puntica nomás”.

Antes del graffitour, el pequeño negocio, que ha obtenido varios reconocimientos gastronómicos, vendía cerca de 30 helados al día; tras convertirse en una parada en el recorrido, cuenta el guía, puede llegar a vender hasta mil diarios.

Arepas, churros y hamburguesas completan la oferta culinaria en la comuna ubicada en el occidente de Medellín y llamada también San Javier.

ESCENAS COTIDIANAS

Niños se deslizan por una cuesta. Dos perros se pelean. Se abre una puerta. Alguien grita. Suena Gilberto Santa Rosa. Un testigo de Jehová ofrece literatura religiosa. Jóvenes cuelgan luces navideñas. “Marica el que no ama”, proclama un grafiti. “De Comuna 13 pal mundo”, reza una camiseta en venta. La procesión de visitantes no se detiene —pasan a tu lado hablando inglés, portugués u otro idioma— y los vecinos lo han sabido aprovechar como medio de vida.

“El turismo no solo es un motor económico; también tiene el potencial de cambiar vidas”, comenta Erick, guía de la agencia mayorista colombiana De Pueblo en Pueblo. “La muestra es Comuna 13, un lugar al que nadie quería entrar porque era muy violento y ahora todo el mundo quiere ir”.

Pero no todo es color de rosa. Kbala cuenta que con el turismo han crecido problemas como la explotación infantil y la deserción escolar (por eso te instan a no regalar dinero a niños) y se ha reducido la privacidad de los vecinos.

Al subir por el último tramo de escaleras mecánicas, antes de emprender el camino de regreso (ya no hay tiempo para más), un mirador regala una hermosa vista que los amantes de los selfis no desaprovechan. Las casas de ladrillo, hogar de casi 140,000 almas, dominan el paisaje. En Medellín, señala Kbala, se construye con ladrillo la casa del rico y también la del pobre, porque “somos una sola raza: la humana”.

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