La isla de Porto Santo, 43 kilómetros al noreste de Madeira, es la joya del turismo de playa del archipiélago portugués. Sus nueve kilómetros de arenal constituyen un paraíso con insólito aspecto caribeño y… están de nuevo disponibles para los bañistas porque se ha convertido en el primero de toda la UE en reabrir después del estallido del coronavirus.
Aunque los hoteles adscritos a la fórmula «todo incluido» siguen con sus puertas cerradas, en espera de recuperar en julio el esplendor del relax y del ocio, este enclave donde viven casi 5.000 personas puede presumir de no registrar ni un solo caso de la contagiosa enfermedad en los últimos días (desde el 19 de abril) y la pureza de su propuesta le ha permitido anticiparse a las intenciones revitalizadoras de cualquier otro lugar.
De modo que fue el pasado domingo 10 de mayo cuando las autoridades locales retiraron el precinto que impedía el paso a esta enorme y atractiva playa.
Alguien tenía que ser el primero en meterse a nadar lentamente, siguiendo la recomendable pauta de no provocar un «splash» de manera brusca. Y ese no fue otro que Isalino Vasconcelos, alcalde del lugar, quien no dudó en zambullirse con mesura para alentar a los ciudadanos a disfrutar de semejante sosiego acuático bajo el sol.
A dos horas y media en ferry de Funchal, la capital de la isla de enfrente y principal ciudad madeirense, Porto Santo se ha adelantado cinco días a la reapertura de todas las playas del archipiélago. Y lo ha hecho con la certeza de que es la mejor de todas, puesto que en la patria chica de Cristiano Ronaldo brillan más las piscinas naturales (como las de Porto Moniz) que las calas pobladas de piedras, no exentas de otro tipo de encanto.
El decálogo de nuevas normas sanitarias ha entrado en vigor para salvaguardar la salud de los mayores y pequeños que anhelen dejarse mecer por este paraje idílico. Distancia de seguridad de dos metros, máscaras y guantes a mano, actitud más cívica que nunca… y adaptarse a un entorno donde los vestuarios, bares y restaurantes continúan cerrados a cal y canto.
La extensa playa de la denominada «Isla Dorada», con una temperatura media que oscila entre los 18 y los 22 grados, tiene un doble efecto terapéutico: la propiedad termal derivada de la capacidad de la arena para recibir y acumular el calor natural de la radiación solar, que impulsa el flujo sanguíneo y amplifica la apertura de los poros de la piel, además de unos indudables beneficios quimioterapéuticos, pues la epidermis absorbe los iones liberados por los granos carbonatados de la arena.
Y las aguas cristalinas, donde el color turquesa remite al visitante a una sensación de encontrarse en el Océano Índico, más que en el Atlántico, terminan de dibujar un panorama ideal para sentirse en las antípodas del estrés generado por la pandemia.
Muy cerca de la playa de Porto Santo, tan grande que se subdivide en seis consecutivas (cada una con su nombre), se alza la capital de la isla, Vila Baleira, donde vivió el mismísimo Cristóbal Colón durante un año. No lejos, se encuentra un coqueto campo de golf, que fue diseñado por Severiano Ballesteros.
Cruzar los 43 kilómetros de distancia que recorre el barco interinsular Lobo Marino (no ahora, pero con el servicio de Porto Santo Line reactivado en breve, amparándose en una reducción del aforo) representa no solo una opción para los turistas a quienes Vasconcelos aguarda de nuevo como un maná, también para los 115.000 habitantes de Funchal cuando buscan ensanchar sus horizontes más allá del espectacular perfil de la naturaleza de Madeira: los bosques de Laurisilva, el pueblecito de Câmara de Lobos que tanto fascinó a sir Winston Churchill, los acantilados rojizos de Caniçal, etcétera.
El resto de Portugal no podrá beneficiarse de sus casi 500 playas marítimas y de las más de 130 fluviales hasta la tercera fase del desconfinamiento, que arrancará el 1 de junio.